Compartimos con ustedes un capítulo del libro de memorias de Luis Buñuel llamado “Mi último suspiro”, donde habla sobre la película Nazarín.
Nazarín
Mi último suspiro
Luis Buñuel
Con Nazarín, rodada en 1958 en México y en varios bellísimos pueblos de la región de Cuautla, adapté por primera vez una novela de Galdós. Fue también durante este rodaje cuando escandalicé a Gabriel Figueroa, que me había preparado un encuadre estéticamente irreprochable, con el Popocatepelt al fondo y las inevitables nubes blancas. Lo que hice fue, simplemente, dar media vuelta a la cámara para encuadrar un paisaje trivial, pero que me parecía más verdadero, más próximo. Nunca me ha gustado la belleza cinematográfica prefabricada, que, con frecuencia, hace olvidar lo que la película quiere contar y que, personalmente, no me conmueve.
Conservé lo esencial del personaje de Nazarín tal como está desarrollado en la novela de Galdós, pero adaptando a nuestra época ideas formuladas cien años antes, o casi. Al final del libro, Nazarín sueña que celebra una misa. Yo sustituí este sueño por la escena de la limosna. Además, a todo lo largo de la historia, añadí nuevos elementos, la huelga, por ejemplo, y, durante la epidemia de peste, la escena con el moribundo —inspirada por el Diálogo de un sacerdote y un moribundo, de Sade— en la que la mujer llama a su amante y rechaza a Dios.
Entre las películas que he realizado en México, Nazarín es, ciertamente, una de las que prefiero. Por otra parte, fue bien recibida, no sin ciertos equívocos que se referían al verdadero contenido de la película. Así, en el festival de Cannes, donde obtuvo un Gran Premio Internacional creado especialmente para esta ocasión, estuvo a punto de recibir también el Premio de la Oficina Católica. Tres miembros del jurado la defendieron con bastante firmeza. Pero quedaron en minoría.
En aquella ocasión, Jacques Prévert, obstinadamente anticlerical, lamentó que yo hubiera hecho de un sacerdote el personaje principal de una película. A él todos los sacerdotes le parecían condenables. «Es inútil interesarse en sus problemas», me decía, El equívoco, que algunos llamaban «intento de recuperación», continuó.
Un día, tras la elección de Juan XXIII, recibí una visita en México. Se me pedía que fuese a Nueva York, donde un cardenal, sucesor del abominable Spellman, deseaba entregarme un diploma de honor por la película. Naturalmente, me negué. Pero Barbachano, productor de la película, hizo el viaje.