Akira Kurosawa – Autobiografía

Fragmento de la autobiografía de Akira Kurosawa en el que relata su ingreso al mundo del cine a través de un episodio de su vida.

POSITIVO Y NEGATIVO

¿Y si…? A veces me lo pregunto. Si mi hermano no se hubiese suicidado, ¿se hubiera metido en el mundo del cine como yo? Era muy entendido en películas y te­nía talento más que suficiente para dedicarse a la realiza­ ción de películas; además contaba con muchos amigos apreciables en el mundo del cine. Aún era joven, y estoy seguro de que se habría hecho un nombre si lo hubiese querido.

Pero lo más probable es que nadie hubiese consegui­do hacerle cambiar de opinión una vez que tomó la de­ terminación. Le abrumó el primer fracaso que tuvo cuando suspendió el examen de entrada a un instituto. En ese momento desarrolló una sabia, aunque pesimista filosofía de la vida al darse cuenta de que cualquier es­ fuerzo humano era vano, un baile sobre la propia tum­ba. Cuando conoció al héroe que exponía su teoría en La última línea, probablemente se adhirió con más fir­meza a ella. Además mi hermano, que era muy suscepti­ble con todo, no era de ese tipo de personas que tratan de convencer de la autenticidad de su propia teoría. Se debió sentir mancillado por asuntos terrenales, y debió temer el que él mismo llegara a convertirse en la persona horrible que desdeñaba.

Años más tarde, cuando yo era ayudante de direc­ción del director Yamamoto Kajiro en la película Tsuzu­ rikata kyoshitsu, 1938, el papel principal lo interpretaba el famoso narrador de cine mudo Tokugawa Musei. Un día me miró atenta y fijamente, y me dijo: «Te pareces a tu hermano. Pero él era negativo y tú positivo». Pensé que quería decir que él había nacido antes que yo, y de esa manera comprendí el comentario de Musei. Pero continuó diciendo que nuestro aspecto era exactamente el mismo, pero que mi hermano tenía una especie de sombra oscura en la expresión de su cara, y que parecía que su personalidad también estuviese nublada. A Musei le parecía que, por el contrario, mi personalidad y mi ca­ra eran alegres y resplandecientes.

Uekusa Keinosuke también me dijo que tenía perso­nalidad de girasol, por lo que debe haber algo de cierto en la afirmación de que yo soy más sanguíneo de lo que lo era mi hermano. Pero prefiero pensar que mi herma­no era un negativo de película que al revelarlo salió una imagen positiva de mí.

Yo tenía veintitrés años cuando murió mi hermano. Tenía veintiséis cuando me metí en el mundo del cine. Durante ese intervalo de tres años no me ocurrió nada de gran interés. El único acontecimiento importante ocurrió antes de que mi hermano se suicidase. Fueron las noticias de que mi hermarno mayor, del que no había­ mos sabido nada desde hacíaa mucho tiempo, había muerto de una enfermedad. Con la muerte de mis dos hermanos me quedé como único hijo, y comencé a sen­tir una gran responsabilidad hacia mis padres. Empecé a impacientarme con mi despropósito.

Por aquel entonces era muy difícil que un artista lograse el éxito que ahora. Y había comenzado a dudar de mi talento de pintor. Después de mirar una monografía de Cézanne salía de casa y, las calles, las casas y los árbo­les, todo, me parecían un cuadro de Cézanne. Lo mismo me ocurría cuando miraba un libro de pinturas de Van Gogh o de Utrillo; ellos tenían una manera diferente de ver el mundo. Me parecía que era un mundo completa­mente distinto al que veían mis ojos. En otras palabras, no tenía, ni tengo aún una manera propia y completa­mente personal de mirar las cosas.

Este descubrimiento no me sorprendió excesiva­mente. No es fácil desarrollar una visión personal. Pero cuando era joven esta insuficiencia no sólo me causó in­satisfacción, también inquietud. Sentía la necesidad de forjar mi propia manera de ver, y me impacienté. En to­das las exhibiciones en las que estuve encontré que cada uno de los pintores de Japón tenía su propio estilo y su propia visión personal. Me irritaba cada día-más conmi­ go mismo.

Ahora me doy cuenta de que muy pocos pintores tenían realmente una visión y un estilo La ma­yoría de ellos simplemente se valían de un montón de técnicas forzadas por pura excentricidad. Había una can­ción de no recuerdo quién, sobré alguien que era incapaz de afirmar que el rojo era rojo; pasaron los años, y hasta que no alcanzó avanzada edad no consiguió estar seguro. Y así es. En la juventud el deseo de autoexpresión es tan poderoso que la mayoría de la gente acaba perdiendo el dominio de su propia personalidad real. Yo no fui una excepción. Me empeñé en ejecutar proezas técnicas en pintura, y como resultado mis pinturas retrataban la in­ satisfacción que sentía hacia mi persona. Poco a poco fui perdiendo confianza en mí mismo, y el mero hecho de pintar me llegó a angustiar.

Y lo que es peor, tuve que realizar trabajos aburridos para ganar dinero y poder comprar lienzos y pintu­ras. Hacía ilustraciones para una revista, dibujos para es­cuelas de cocina que trataban de mostrar la manera co­rrecta de cortar rábanos gigantes, e historietas para revis­tas de béisbol. Al sentirme obligado a pasar tanto tiem­po con un tipo de pintura por la que no sentía ningún entusiasmo, perdí de una manera irrevocable el auténti­co deseo de pintar.

Empecé a pensar en dedicarme a otra profesión. Muy dentro de mí sentía que no podía hacer nada; todo lo que me preocupaba era poder facilitar la comodidad de mi padre y mi madre. Esta sensación de búsqueda se intensificó con la muerte repentina de mi hermano. Co­mo yo no había hecho otra cosa más que seguir a mi hermano, su suicidio hizo que me sintiese lanzado a gi­rar como una peonza. Creo que este fue un momento crucial en mi vida.

Pero mi padre no permitió que diera vueltas yo so­lo. Como me veía cada vez más asustado me decía: «No te alarmes. No hay por qué ponerse nervioso». Me decía que si esperaba tranquilo me cruzaría con el camino de mi vida en su momento. No sé exactamente qué le llevó a decirme esas cosas; puede que hablase por experiencia propia. Más tarde sus palabras se cumplieron de una for­ma increíblemente certera.

Un día en 1935 mientras leía el periódico me llamó la atención un anuncio. Los estudios de cine P.C.L. (que siempre se llamó así, aunque equivale a Laboratorio Químico Fotográfico) necesitaban ayudantes de direc­ción. Hasta ese momento jamás se me había ocurrido meterme en la industria del cine, pero al ver el anuncio de repente me entraron ganas. El anuncio decía que la primera prueba consistía en una redacción. El tema de la composición sería las deficiencias fundamentales del cine japonés. Había que dar ejemplos y sugerir maneras de corregir esos problemas.

Lo encontré muy interesante. Esta pregunta me hi­zo darme cuenta de que esta recién estrenada compañía tenía vigor juvenil. Este tema me ofreció algo sólido en qué pensar, y al mismo tiempo incitó a mi perversidad y sentido de la maldad. Si las deficiencias eran fundamen­ tales, no había manera de corregirlas. Así que me puse manos a la obra con espíritu medio burlesco.

No recuerdo el contenido exacto de mi ensayo, pe­ro había saboreado y consumido películas extranjeras bajo el tutelaje de mi hermano, y como era un fanático del cine yo había encontrado muchas cosas en el cine ja­ponés que no me satisfacían. Sin lugar a dudas di rienda suelta a todas mis críticas acumuladas, y me divertí bas­tante haciéndolo. Junto con el ensayo había que incluir un currículum vitae y una copia del registro de familia. Como estaba preparado para poder aceptar cualquier trabajo que se presentase, ya tenía copias de mi currícu­lum vitae y del registro de familia en el cajón de mi es­ critorio. Las mandé junto con el ensayo a P.C.L.

Unos meses más tarde recibí una notificación de que se iban a efectuar las segundas pruebas. Se me pedía que me presentase en los estudios P.C.L. un día y a una hora determinada. Me sorprendió que se me hubiese aceptado el tipo de comentario que realicé, e hice tal y como me rogaban los del estudio P.C.L.

Una vez vi una foto de los estudios en una revista. Era un pequeño edificio con palmeras en la parte fron­tal, por lo que pensé que debía estar en la playa de Chi­ba, a muchos kilómetros de Tokio. Resultó estar en un suburbio del suroeste de la ciudad, en un lugar muy pro­saico ¡Qué poco sabía de la realidad del cine japonés, y qué poco había pensado en trabajar alguna vez en ella! Pero conseguí meterme en los estudios P.C.L., y allí co­nocí al mejor profesor que he tenido en toda mi vida, “Yama-san”, el director de cine Yamamoto Kajiro.

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