Este libro del año 1952 escrito por la crítica de cine Lotte Eisner (Berlín, 1896-1983) es una destacada pieza de la historia del cine alemán. Compartimos con ustedes el prefacio del libro y uno de sus capítulos y los invitamos a leer el libro completo.
La pantalla diabólica
Panorama del cine clásico alemán
Prefacio
En comparación con la historia cinematográfica de otros países, la del cine alemán comienza tarde. Cualquier juicio respecto de esa iniciación, que se remonta a 1913-14, se reduce a comprobaciones negativas. Las opacas e insignificantes imágenes animadas de Max Skladanowsky, célebre precursor del cine alemán, nada tienen en común con las películas de actualidades llenas de vida que por entonces realizaba Louis Lumiére. Nada se encuentra en la producción de Oskar Messter que permita recordar, ni siquiera de lejos, el animado impulso, tan commedia dell’arte, de las viejas películas cómicas de Pathé o Gaumont, ni la perfección de estilo de los films d’art franceses, ni la poesía fantástica de Georges Meliés. No pasan todavía de tanteos las películas de Franz Porten, el padre de la famosa Henny, que en los años 1911-12 rueda lo que podríamos llamar panoramas patrióticos animados: La Reina Luisa y Días de gloria de Alemania. Y son igualmente tanteos las realizaciones de Kurt Stark, el primer marido de Henny Porten, entre las que figura La mujer ciega (1911), donde campea un verismo ingenuo y sentimental. Las panallas alemanas se ven invadidas por melodramas de Max Mack, Joe May o Rudolf Meinert y por comedias simplistas como las de Bolten-Beckers. Joe May y Rudolf Meinert filmarán a continuación películas de aventuras, pero nunca con el encanto de las de Louis Feuillade.
No llama la atención que en un país como Alemania, donde predominan las manifestaciones literarias, los escritores alcen la voz para convertir en obra de arte ese espectáculo tan mediocre que es el cine alemán y auspicien el “film de autor”, o sea la película concebida por un autor de calidad. El primer autor que recibió el llamado del cine, Paul Lindau (especie de Paul Bourget alemán), no mejoró sensiblemente la producción; Max Mack realizó en 1913 El otro, adaptación de unas de sus obras de teatro, una sombría historia de desdoblamiento de la personalidad. Pero gracias a esos intentos de los escritores, el danés Stellan Rye pudo filmar la primera versión de El estudiante de Praga (1913), según un argumento de Paul Wegener y Hanns Heinz Ewers, y el mismo Weneger en carácter de autor y director, en colaboración con Henrik Gateen, el primer Golem (1914). A esas dos películas se debe la importancia que adquirió el guión de calidad en la producción cinematográfica alemana, y precisamente por ello los directores contribuyeron en mayor o menor medida a escribir sus propios argumentos.
La historia del cine alemán comienza en consecuencia en vísperas de la Primera Guerra Mundial, gracias a algunas obras dispersas; pero recién adquirirá todo su impulso después de la contienda. Llega entonces la gran época del film clásico alemán, breve por lo demás, ya que no se extiende más allá de 1925-26.
A pesar de algunas obras maestras que aparecieron en los años siguientes, el cine alemán no volverá a conocer un florecimiento semejante, estimulado al mismo tiempo por el teatro de Max Reinhardt y por el arte expresionista.
I
PREDISPOSICIÓN DE LOS ALEMANES
AL EXPRESIONISMO
“Los alemanes son, por lo demás, gente extraña!Con su pensamiento profundo, con las ideas
que están buscando constantemente e introducenen todo, vuelven la vida demasiado dura. ¡Ea!
Tengan el valor de dejarse llevar por vuestras impresiones… y no piensen siempre que será vano
todo lo que no sea una idea, algún pensamientoabstracto.”
Goethe. ECKERMANN, Conversaciones
con Goethe, 1827.
Época singular la de Alemania de esos años que siguen a la Primera Guerra Mundial: el espíritu germánico se repone a duras penas del derrumbe del sueño imperialista; los más intransigentes tratan de recuperarse mediante un movimiento revolucionario, pero éste es sofocado de inmediato. Esta turbia atmósfera alcanza el paroxismo con la inflación, que provoca el hundimiento de todos los valores; y la inquietud innata de los alemanes asume proporciones gigantescas. Misticismo y magia, fuerzas oscuras a las que se entregaron siempre con complacencia, florecieton ante la muerte en los campos de batalla. La hecatombe de jóvenes prematuramente segados parecía nutrir la indomable nostalgia de los sobrevivientes. Y los fantasmas que habían poblado el romanticismo alemán se reavivaban como las sombras del Hades después de beber sangre.
Aparece así desencadenada la eterna atracción hacia lo oscuro e indeterminado, hacia la reflexión especulativa y obstinadamente repetida que desemboca en la doctrina apocalíptica del estilo expresionista.
La miseria y la constante preocupación por el mañana contribuyeron a impulsar en cuerpo y alma a los artistas alemanes hacia ese estilo que, desde 1910, tendió a hacer tabla rasa con los principios básicos del arte, y cuyas exigencias radicales permitían al menos una rebelión intelectual.
Para analizar el fenómeno del expresionismo en toda su complejidad y ambigüedad conviene –por paradójico que parezca–, antes que recurrir al dominio plástico o gráfico, seguir las huellas del movimiento a través de las declaraciones literarias de la época. Debido a que para los alemanes–ese “pueblo de pensadores y poetas”– toda manifestación artística se convierte de inmediato en dogma, la ideología sistemática de su Weltanschauung se aferra principalmente a una interpretación didáctica del arte.
Escuchemos, por ejemplo, la apología hecha en 1919 por el gran teórico de este estilo, Kasimir Edschmid, en su obra El expresionismo en la literatura y la poesía modernas. Allí se advierte, más tangible que en ninguna otra parte, la piedra angular de la concepción expresionista.
El expresionismo, declara Edschmid, se alza contra el “desmenuzamiento atómico” del impresionismo que refleja los tornasolados equívocos de la naturaleza, su inquietante diversidad, sus efímeros matices, y lucha al mismo tiempo contra la calcomanía burguesa del naturalismo y la finalidad mezquina que éste persigue: fotografiar la naturaleza o la vida cotidiana. El mundo está allí; sería absurdo reproducirlo pura y simplemente como es.
Según Edschmid, “la cadena de los hechos: fábricas, casas, enfermedades, prostitutas, gritos, hambre” no existe; sólo existe la visión interior que provocan. Los hechos y objetos nada son en sí mismos; es necesario profundizar su esencia, distinguir lo que hay más allá de su forma accidental. Es la mano del artista la que “a través de ellos se apodera de lo que hay detrás” y permite que se conozca su verdadera forma, liberada de la sofocante opresión de una “falsa realidad”. El artista expresionista, que no es receptivo sino verdaderamente creador, no busca un efecto momentáneo, sino la significación eterna de hechos y objetos.
Es necesario, afirman los expresionistas, desligarse de la naturaleza y esforzarse por destilar “la expresión más expresiva” de un objeto. Estas exigencias un tanto confusas fueron explicadas por Béla Balázs en su libro El hombre visible: puede estilizarse un objeto acentuando su “fisonomía latente”.
Es así como habrá de penetrarse su aura visible.
La vida humana, proclama Edschmid, superando al individuo, participa de la vida del universo; nuestro corazón late al ritmo del mundo, está vinculado a todo acontecimiento: ¡el cosmos es nuestro pulmón! El hombre ha dejado de ser un individuo ligado a un deber, a una moral, a una familia, a una sociedad; la vida del expresionista escapa a toda lógica mezquina y a la esfera de las causalidades. Liberado de todo remordimiento burgués, sin admitir más que el prodigioso barómetro de su sensibilidad, se abandona a sus impulsos. La imagen del mundo se refleja en él con su primitiva pureza; nosotros creamos la realidad, la imagen del mundo sólo existe en nosotros.
He ahí una serie de contrastes y contradicciones. Por una parte, el expresionismo representa un subjetivismo llevado al extremo; y, por otra, esta afirmación de un yo totalitario y absoluto, forjador del mundo, se aproxima a un dogma que implica la abstracción completa del individuo.
La naturaleza no es la única que se pone en el index en esta gran confusión de sentimientos; la psicología, servidora complaciente del naturalismo, también es condenada. ¡Que perezcan con ellas las leyes y concepciones de una sociedad conformista y las tragedias que provocan las mezquinas ambiciones sociales! El intelecto es lo que prima. Edschmid proclama la dictadura del espíritu, que tiene como misión modelar la materia; exalta la actitud de la voluntad constructiva, una revisión total de la conducta del hombre. Al hojear la literatura expresionista alemana, siempre se encuentran los mismos términos de un vocabulario estereotipado: palabras y frases como “tensión interior”, “fuerza de expansión”, “inmensa acumulación de concentración creadora” o “juego metafísico de intensidades y energías”; aparecen igualmente en difícil equilibrio expresiones como “dinamismo”, “densidad”, y sobre todo “Ballung”, noción casi imposible de traducir, que podría equivaler a “cristalización intensiva de la forma”.
Conviene decir una palabra más acerca de “la abstracción”, tan frecuentemente evocada por los dogmáticos del expresionismo. En su tesis de doctorado Abstracción y empatía, publicada en 1907, Wilhelm Worringer, especie de Oswald Spengler de la historia del arte y tan místico como él, anticipa buena parte de los preceptos del expresionismo, lo que prueba hasta qué punto dichos axiomas estéticos se identifican con la Weltanschauung alemana. La abstracción, afirma Worringer, nace de la gran inquietud que experimenta el hombre aterrorizado por los fenómenos que advierte en torno suyo y cuyo mensaje no puede descifrar, al igual que sus misteriosos contrapuntos. Esta angustia primordial ante un espacio ilimitado suscita en él el deseo de arrancar los objetos del mundo exterior de su ambiente natural o, mejor aún, liberar al objeto de sus lazos con otros objetos; en suma, tornarlo “absoluto”. El nórdico, sigue explicando Worringer, siempre nota la presencia de un “velo entre él y la naturaleza”; por ello aspira a un arte abstracto. Los pueblos afligidos por un conflicto interior y en busca de obstáculos casi insuperables, necesitan de este patetismo inquietante que impulsa a la “animación de lo inorgánico”. El hombre mediterráneo, tan perfectamente armónico, jamás conocerá el éxtasis de la “abstracción expresiva”.
He ahí la fórmula paradojal que predica la turbia mística del expresionismo. Es necesario, exige todavía Edschmid, que todo se mantenga en estado de boceto, vibre de tensión inmanente, que se salvaguarden una efervescencia y una excitación perpetuas. Este paroxismo que sienten los alemanes por el dinamismo se encuentra en todos los dramas de la época, que se denominó posteriormente el “O Mensch Periode”, o sea, “la época del ‘¡Ah, Hombre!’”. Con referencia a El mendigo, de Reinhard Sorge, pieza escrita en 1912 y prototipo lottedel género, un crítico hace una observación valedera para todas las obras de ese momento: el mundo se ha tornado tan “permeable” que en todo momento parecen surgir a la vez el espíritu, la visión y los fantasmas; los hechos exteriores se transforman sin cesar en elementos interiores y los incidentes psíquicos se exteriorizan. ¿No es precisamente esta atmósfera la que encontramos en las películas clásicas del cine alemán?