Susan Sontag sobre El Cameraman de Buster Keaton

En este fragmento del libro “Sobre la fotografía” de Susan Sontag, entre otras cosas, se comenta y analiza sobre y a partir de la película “El cameraman” de Buster Keaton.

El texto corresponde a un fragmento del capítulo “Objetos melancólicos” del libro ya citado.

La fotografía tiene la deslucida reputación de ser la más realista, y por ende la más hacedera, de las artes miméticas. De hecho, es el único arte que ha logrado cumplir con la ostentosa y secular amenaza de una usurpación surrealista de la sensibilidad moderna, mientras que la mayor parte de los candidatos con linaje ha abandonado la carrera.

La pintura arrancó con desventaja por ser una de las bellas artes, y cada objeto un original único y artesanal. Otro contratiempo fue el excepcional virtuosismo técnico de los pintores habitualmente incluidos en el canon surrealista, los cuales casi nunca imaginaban la tela como no figurativa. Sus cuadros parecían calculados con pulcritud, complacientemente bien ejecutados, nada dialécticos. Mantenían una prudente distancia de la combativa idea surrealista de borrar los límites entre el arte y lo que se llama vida, entre los objetos y los acontecimientos, entre lo intencionado y lo fortuito, entre los profesionales y los aficionados, entre lo noble y el oropel, entre la maestría y los errores afortunados. El resultado fue que el surrealismo pictórico resultó poco más que el contenido de un mundo onírico exiguamente provisto: unas cuantas fantasías ingeniosas, casi siempre sueños eróticos y pesadillas agorafóbicas. (Solo cuando esta retórica libertaria contribuyó a espolear a Jackson Pollock y otros en pos de un nuevo género de abstracción irreverente, el mandato pictórico surrealista pareció tener por fin un sentido creativo amplio). La poesía, el otro arte al que los surrealistas se dedicaron con mayor asiduidad, ha producido resultados a la par de decepcionantes. Las artes en las cuales el surrealismo se ha consolidado son la ficción (sobre todo en cuanto contenido, pero con temas mucho más abundantes y complejos de los pretendidos en la pintura), el teatro, las artes del ensamblaje y —de modo cumplido y triunfal— la fotografía.

Que la fotografía sea el único arte surreal de origen no conlleva, sin embargo, que comparta los destinos del movimiento surrealista oficial. Al contrario. Los fotógrafos (muchos de ellos expintores) conscientemente influidos por el surrealismo cuentan hoy día casi tan poco como los fotógrafos «pictóricos» del siglo XIX que copiaban el aspecto de la pintura académica. Aun las trouvailles más encantadoras de los años veinte —las fotografías solarizadas y los rayógrafos de Man Ray, los fotogramas de László Moholy-Nagy, los estudios de exposición múltiple de Bragaglia, los fotomontajes de John Heartfield y Alexander Rodchenko— se consideran hazañas al margen en la historia de la fotografía. Los que se afanaron por interferir en el supuesto realismo superficial de la fotografía fueron los que transmitieron de modo más restrictivo sus propiedades surreales. El legado surrealista en fotografía llegó a parecer trivial a medida que el repertorio de fantasías y accesorios surrealistas era absorbido con celeridad por la alta moda de los treinta, y la fotografía surrealista ofreció sobre todo retratos de un estilo amanerado reconocible en cuanto al uso de las mismas convenciones decorativas introducidas por el surrealismo en otras artes, especialmente en la pintura, el teatro y la publicidad. La actividad fotográfica convencional ha mostrado que una manipulación o dramatización surrealista de lo real es innecesaria, cuando no en efecto redundante. El surrealismo se encuentra en la médula misma de la empresa fotográfica: en la creación misma de un duplicado del mundo, de una realidad de segundo grado, más estrecha pero más dramática que la percibida por la visión natural. Cuanto menos retocada, menos manifiestamente artesanal y más ingenua, mayor autoridad parecía tener la fotografía.

El surrealismo siempre ha cortejado los accidentes, bendecido los imprevistos, elogiado las presencias perturbadoras. ¿Qué podría ser más surreal que un objeto que virtualmente se produce a sí mismo con un esfuerzo mínimo? ¿Un objeto cuya belleza, cuyos extraordinarios develamientos, cuyo peso emocional con toda probabilidad se acrecentarán por los accidentes que podrían acaecerle? Es la fotografía la que mejor ha mostrado cómo reunir el paraguas con la máquina de coser, el encuentro fortuito que un gran poeta surrealista encomió como epítome de lo bello.

Al contrario de los objetos de las bellas artes en épocas predemocráticas, las fotografías no parecen depender en exceso de las intenciones del artista. Más bien deben su existencia a una cooperación libre (cuasimágica, cuasiaccidental) entre fotógrafo y tema, mediada por una máquina cada vez más simple y automatizada, incansable y que aun caprichosa puede producir un resultado interesante y nunca del todo erróneo. (El lema de ventas para la primera Kodak, en 1888, era: «Usted oprima el botón, nosotros hacemos el resto». Al comprador se le garantizaba que la fotografía saldría «sin errores»). En el cuento de hadas de la fotografía, la caja mágica asegura la veracidad y elimina el error, compensa la inexperiencia y recompensa la inocencia.

El mito es parodiado conmovedoramente en una película muda de 1928, El cameraman, donde un inepto y distraído Buster Keaton se atosiga inútilmente con su destartalado artefacto, rompiendo ventanas y puertas cada vez que recoge el trípode, sin conseguir nunca una imagen decorosa, hasta que al fin logra una estupenda secuencia (una primicia fotoperiodística de una guerra de pandillas en el barrio chino de Nueva York), sin advertirlo. La mascota del héroe, un mono, carga la cámara con película y la opera parte del tiempo.

El error de los militantes surrealistas fue imaginar que lo surreal era algo universal, es decir, un ámbito de la psicología, por cuanto resulta ser lo más local, racial, clasista y fechado. Así, las primeras fotografías surreales son del decenio de 1850, cuando por primera vez los fotógrafos salieron a merodear las calles de Londres, París y Nueva York en busca de un espontáneo trozo de la vida. Estas fotografías, concretas, particulares, anecdóticas (aunque la anécdota haya sido borrada) —momentos de un tiempo perdido, de costumbres desaparecidas—, nos parecen ahora mucho más surreales que toda fotografía abstracta y poética a fuerza de sobreimpresión, subimpresión, solarización y lo demás. Al creer que las imágenes que buscaban provenían del inconsciente, cuyos contenidos, como fieles freudianos, consideraban atemporales y universales, los surrealistas no comprendieron lo más brutalmente conmovedor, lo irracional, lo no asimilable, lo misterioso: el tiempo mismo. Lo que vuelve surreal una fotografía es su irrefutable patetismo como mensaje de un tiempo pasado, y la concreción de sus alusiones sobre la clase social.

El surrealismo es una desafección burguesa; que sus militantes lo creyeran universal es solo un indicio más de que es propiamente burgués. Como estética que anhela ser una política, el surrealismo opta por los desvalidos, por los derechos de una realidad apartada o no oficial. Pero los escándalos que prohijaba la estética surrealista resultaban ser en general precisamente los misterios domésticos oscurecidos por el orden social burgués: el sexo y la pobreza. Eros, entronado por los primeros surrealistas en la cima de la realidad tabú que ellos procuraban rehabilitar, era parte del misterio de la condición social. Mientras parecía florecer con exuberancia en los extremos de la escala, pues las clases bajas y la nobleza eran consideradas libertinas por naturaleza, la clase media tenía que afanarse por alcanzar su revolución sexual. Las clases eran el misterio más profundo: el inagotable esplendor de los ricos y poderosos, la opaca degradación de los pobres y descastados.

La visión de la realidad como una presa exótica que el diligente cazador-con-cámara debe rastrear y capturar ha caracterizado a la fotografía desde sus comienzos, e indica la confluencia de la contracultura surrealista y los desdenes sociales de clase media. La fotografía siempre ha estado fascinada por las alturas y los sumideros de la sociedad. Los documentalistas (distintos de los cortesanos con cámaras) prefieren los últimos. Durante más de un siglo los fotógrafos se han cernido sobre los oprimidos y presenciado escenas violentas con una buena conciencia impresionante. La miseria social ha alentado a los acomodados a hacer fotografías, la más suave de las depredaciones, con el objeto de documentar una realidad oculta, es decir, una realidad oculta para ellos.

Al observar la realidad de otra gente con curiosidad, distanciamiento, profesionalismo, el ubicuo fotógrafo opera como si esa actividad trascendiera los intereses de clase, como si su perspectiva fuera universal. De hecho, la fotografía al principio se consolida como una extensión de la mirada del flâneur de clase media, cuya sensibilidad fue descrita tan atinadamente por Baudelaire. El fotógrafo es una versión armada del paseante solitario que explora, acecha, cruza el infierno urbano, el caminante voyeurista que descubre en la ciudad un paisaje de extremos voluptuosos. Adepto a los regocijos de la observación, catador de la empatía, al flâneur el mundo le parece «pintoresco». Los hallazgos del flâneur de Baudelaire están diversamente ilustrados en las indiscretas instantáneas que en la década de 1890 Paul Martin hizo en las calles de Londres y a la orilla del mar, y Arnold Genthe en el barrio chino de San Francisco (ambos con una cámara oculta), en las calles menesterosas y los oficios decadentes del París crepuscular de Atget, en los dramas de sexo y soledad retratados en el libro Paris de nuit [París de noche] (1933) de Brassaï, en la imagen de la ciudad como escenario de desastres en Naked City [Ciudad desnuda] (1945) de Weegee. Al flâneur le atraen las realidades oficiales de la ciudad sino sus rincones oscuros y miserables, sus pobladores relegados, una realidad no oficial tras la fachada de vida burguesa que el fotógrafo «aprehende» como un detective aprehende a un criminal.

Volviendo a El cameraman: una guerra de pandillas entre chinos pobres es un tema ideal. Es rematadamente exótico, por lo tanto digno de fotografiarse. El éxito de la película del héroe está en parte asegurado precisamente porque él no entiende de qué se trata. (Tal como lo interpreta Buster Keaton, ni siquiera entiende que su vida peligra). El tema surreal constante es Cómo vive la otra mitad, por citar el título cándidamente explícito que Jacob Riis dio al libro de fotografías sobre los pobres de Nueva York publicado en 1890. La fotografía ideada como documento social fue un instrumento de esa actitud propia de la clase media, a la vez celosa y meramente tolerante, curiosa e indiferente, llamada humanismo, para la cual los barrios bajos eran el decorado más seductor. Desde luego, los fotógrafos contemporáneos han aprendido a atrincherarse y a delimitar su tema. En vez del descaro de «la otra mitad», tenemos, por ejemplo, East 100th Street (el libro de fotografías de Harlem que Bruce Davidson publicó en 1970). La justificación sigue siendo la misma, que la fotografía sirva a un propósito enaltecido: descubrir una verdad oculta, preservar un pasado en extinción. (La verdad oculta, además, se identifica a menudo con el pasado en extinción. Entre 1874 y 1886, los londinenses prósperos podían inscribirse en la Sociedad para Fotografiar las Reliquias de la Antigua Londres).

Los fotógrafos, que empezaron como artistas de la sensibilidad urbana, advirtieron muy pronto que la naturaleza es tan exótica como la ciudad y los rústicos tan pintorescos como los habitantes de los barrios bajos. En 1897 sir Benjamin Stone, industrial acaudalado y parlamentario conservador de Birmingham, fundó la Asociación Nacional de Registro Fotográfico con el objetivo de documentar ceremonias y festivales rurales tradicionales ingleses en vías de desaparición. «Cada aldea —escribía Stone— tiene una historia que podría preservarse por medio de la cámara». Para un fotógrafo de buena cuna de finales del siglo XIX como el libresco conde Giuseppe Primoli, la vida callejera de los desfavorecidos era al menos tan interesante como los pasatiempos de otros aristócratas: compárense las fotografías que hizo Primoli de la boda del rey Víctor Manuel con sus imágenes de los pobres de Nápoles. Fue precisa la inmovilidad social de un fotógrafo de genio que a la vez era un niño, Jacques-Henri Lartigue, para restringir los temas a las extravagantes costumbres de la misma familia y clase del fotógrafo. Pero en el fondo la cámara transforma a cualquiera en turista de la realidad de otras personas, y a la larga de la propia.

Acaso el modelo más primitivo de esa constante mirada descendente son las treinta y seis fotografías de Street Life in London [La vida callejera londinense] (1877-1878), realizadas por el viajero y fotógrafo británico John Thomson. Aunque por cada fotógrafo especializado en los pobres, muchos más persiguen una gama más amplia de realidades exóticas. El propio Thomson gozó en este sentido de una carrera modélica. Antes de dedicarse a los pobres de su propio país, ya había visitado a los paganos, una estancia que dio por resultado los cuatro tomos de Illustrations of China and Its People [Ilustraciones de la China y sus gentes] (1873-1874). Y tras su libro sobre la vida callejera de los pobres de Londres, se volcó a la doméstica de los ricos de Londres: fue Thomson, hacia 1880, el pionero de la moda de los retratos fotográficos en casa.

Desde sus inicios, la fotografía profesional significaba en sentido propio una amplia suerte de turismo de clase, en la cual la mayoría de los fotógrafos combinaban repasos por la abyección social con retratos de celebridades o mercancías (alta costura, publicidad) o estudios del desnudo. Muchas carreras fotográficas sobresalientes de este siglo (como las de Edward Steichen, Bill Brandt, Henri Cartier-Bresson, Richard Avedon) se despliegan con cambios abruptos de nivel social y de jerarquía ética en los temas. Tal vez la ruptura más dramática se encuentra en la obra de Bill Brandt entre la preguerra y la posguerra. El trayecto entre sus severas fotografías de la sórdida Depresión en el norte de Inglaterra y sus estilizados retratos de celebridades y desnudos semiabstractos de los últimos decenios parece ciertamente muy largo. Pero no hay idiosincrasia particular, o incongruencia siquiera, en estos contrastes. Viajar entre realidades degradadas y encantadoras es parte del impulso mismo de la empresa fotográfica, a menos que el fotógrafo esté enclaustrado en una obsesión en extremo privada (como aquello de Lewis Carroll con las niñitas o lo de Diane Arbus con la corte de los milagros).

La pobreza no es más surreal que la riqueza; un cuerpo vestido con harapos mugrosos no es más surreal que una princesa vestida para un baile o un desnudo prístino. Lo surreal es la distancia que la fotografía impone y franquea: la distancia social y la distancia temporal. Vistas desde la perspectiva de clase media de la fotografía, las celebridades son tan interesantes como los parias. No es necesario que los fotógrafos adopten una actitud irónica e inteligente frente al material estereotipado. Una fascinación devota y respetuosa servirá igualmente, sobre todo con los temas más convencionales.

Nada podría estar más lejos, por ejemplo, de las sutilezas de Avedon que la obra de Ghitta Carell, fotógrafa húngara de celebridades en la época de Mussolini. Pero sus retratos parecen ahora tan excéntricos como los de Avedon, y mucho más surreales que las fotografías influidas por el surrealismo de Cecil Beaton del mismo período. Al ubicar a los modelos —véanse las fotografías que tomó en 1927 de Edith Sitwell, en 1936 de Cocteau— en decorados suntuosos y exuberantes, Beaton los transforma en efigies demasiado explícitas y poco convincentes. Pero la inocente complicidad de Carell con el deseo de sus generales, aristócratas y actores italianos de aparecer estáticos, equilibrados, elegantes, expone una verdad patente y precisa sobre ellos. La reverencia de la fotógrafa los ha vuelto interesantes: el tiempo los ha vuelto inofensivos, demasiado humanos.

Algunos fotógrafos se erigen en científicos, otros en moralistas. Los científicos hacen un inventario del mundo, los moralistas se concentran en casos concretos. Un ejemplo de fotografía-como-ciencia es el proyecto que August Sander inició en 1911: un catálogo fotográfico del pueblo alemán. En contraste con los dibujos de George Grosz, que sintetizaban el espíritu y la diversidad de los tipos sociales de la Alemania de Weimar por medio de la caricatura, los «retratos arquetípicos» (como él los llamaba) de Sander implican una neutralidad pseudocientífica análoga a la de esas ciencias tipológicas, solapadamente tendenciosas, que florecieron en el siglo XIX, como la frenología, la criminología, la psiquiatría y la eugenesia. No era que Sander eligiera individuos por su carácter representativo, sino que suponía, con razón, que la cámara inevitablemente revela los rostros como máscaras sociales. Cada persona fotografiada era señal de algún oficio, clase o profesión. Todos sus modelos son representativos, igualmente representativos, de una realidad social determinada: la propia.

La mirada de Sander no es despiadada; es tolerante, imparcial. Compárese su fotografía «Gente de circo» de 1930 con los estudios de la gente de circo realizados por Diane Arbus o los retratos de mujeres mundanas de Lisette Model. Como en las fotografías de Model y Arbus, la gente enfrenta la cámara de Sander, pero la mirada no es íntima, reveladora. Sander no estaba buscando secretos, estaba observando lo típico. La sociedad no contiene misterios. Al igual que Eadweard Muybridge, cuyos estudios fotográficos del decenio de 1880 lograron disipar las ideas falsas sobre lo que todo el mundo había visto siempre (cómo galopan los caballos, cómo se mueve la gente) porque había subdividido los movimientos del modelo en secuencias de tomas precisas y lo bastante prolongadas, Sander se proponía arrojar luz sobre el orden social atomizándolo en un número indefinido de tipos sociales. No parece sorprendente que en 1934, cinco años después de la publicación, los nazis confiscaran los ejemplares sin vender del libro de Sander Antlitz der Zeit [La faz del tiempo] y destruyeran las matrices, terminando abruptamente así con su proyecto de retratar a la nación. (Sander, que permaneció en Alemania durante todo el período nazi, se dedicó a fotografiar paisajes). Se acusaba al proyecto de Sander de ser antisocial. Lo que quizás pareció antisocial a los nazis fue la idea del fotógrafo como un censista impasible cuya integridad de registro volvería superfluo todo comentario, y aun todo juicio.

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